Expediciones científicas en el Antártico

Expediciones científicas en el Antártico

Miguel Ángel Vicente de Vera

Isla Greenwich, Antártida

Miguel Ángel Vicente de Vera retrata algunas de las expediciones e investigaciones científicas que conoció de primera mano durante su estancia en la base ecuatoriana Pedro Vicente Maldonado, en pleno Polo Sur.

Cuando en 1773 el capitán James Cook inglés circunnavegó la Antártida pronunció uno de los vaticinios más erróneos hasta la fecha; “me atrevo a declarar que el mundo no obtendrá ningún beneficio”, en referencia al vasto territorio que divisaba. El tiempo, por descontado, le quitó la razón: el Polo Sur acapara el 90% de las reservas mundiales de agua dulce, a lo que se suma una gran presencia de petróleo y metales y minerales.

 

Hasta su moratoria en 2048, el continente blanco se usa exclusivamente con fines pacíficos “quedando prohibidas las prácticas militares y promoviendo la investigación científica”, tal y como recoge el Tratado Antártico, formado actualmente por 53 países de los cuales 29 son consultivos (es decir, con un simple voto pueden vetar cualquier propuesta). 

 

Uno de estos miembros consultivos que integran expediciones en el Antártico es Ecuador. Desde su base científica Pedro Vicente Maldonado se gestionan los proyectos de numerosos investigadores que estudian, entre otros, el cultivo de microorganismos, el tratamiento de residuos o el conteo de especies; una de las tareas que realiza la quiteña Daniela Caijiao, doctorada en ecología por la Universidad Autónoma de Madrid.

 

Junto a ella me adentro en Barrientos, una pequeña isla ubicada a dos millas de la isla de Greenwich, donde se encuentra esta base ecuatoriana. El trayecto en bote, de unos 15 minutos, navega por unas aguas de azul plomizo donde es fácil avistar ballenas.

Hasta 2048, el Polo Sur, con una gran presencia de petróleos, metales y minerales, se usará con fines pacíficos, promoviendo la investigación científica

Tras desembarcar comienza el conteo; Caijiao y otros cinco investigadores dividen el terreno en sectores, anotando los adultos y crías registrados de las dos especies más comunes de pingüinos en esta área; los papúas; con pico naranja, más pequeños y rechonchos, y los barbijos; con un pico negro alargado y una raya horizontal bajo los ojos. Se calcula que en toda la superficie habitan unos 6.000 individuos de ambas especies.

 

La isla ofrece un paisaje yermo, un tanto desolado, con algunas leves elevaciones. En la Antártida no existen árboles, ni flores, el clima es demasiado extremo. El piso está compuesto por tierra negra y piedras muy erosionadas –las oscilaciones térmicas de contracción/expansión producen que se laminen como si las hubiera cortado un láser-.

 

Mientras, a lo lejos, como muros infranqueables, se divisan grandes paredes de hielos perpetuos y milenarios de un azul radiante. Cada cierto tiempo se escucha un sonido muy similar a un gran cañonazo, ronco y estremecedor: se desprendió un nuevo trozo de glaciar. Menos de un 2% de la superficie está libre de grandes glaciares mientras que el resto de superficie oscila entre 1 y 4 kilómetros de hielo de espesor.

 

Sobre las 18.30, volvemos a la base. En este paisaje lunar, la estación se asemeja a un panal de abejas; cada uno de los 31 integrantes de la expedición – 12 científicos y 19 militares y efectivos de apoyo logístico – tiene asignada una tarea que conoce y realiza con precisión de cirujano.  

La jornada comienza a las 6:45 con el toque de diana. A través de un sistema de altavoces suenan Metallica, Radiohead o reguetón. A las 7.15 se sirve el desayuno y a las 8 todo el mundo está trabajando.

 

Los científicos salen en el bote a recoger muestras o bien trabajan en el laboratorio mientras que los militares trabajan en la construcción de un nuevo módulo. A las 12:15 es el almuerzo, Oscar y Adrián, los cocineros, se esmeran en cocinar suculentos platos con la inconfundible sazón ecuatoriana: ceviches, caldo de patatas, fritada… y a las 14 todos reanudan su trabajo hasta las 18.30, hora en la que se duchan, cenan y disfrutan de un tiempo de ocio en las zonas comunes de la base, que cuenta con cinco módulos. Uno de ellos, además, destinado específicamente al reciclaje y tratamiento de residuos

Durante la expedición apenas hay acceso a Internet, aparte de un mail y un teléfono satelital a 2.5 dólares el minuto

Resulta admirable como el quipo asemeja un perfecto engranaje: los baños impolutos, las zonas comunes ordenadas, las inmediaciones de la base intactas. Un aspecto reseñable teniendo en cuenta las condiciones adversas y extremas de la expedición, imposibilidad de acceso Internet – aparte de un mail y un teléfono satelital a 2.5 dólares el minuto -, repentinos cambios del clima y temperaturas de hasta menos 20 grados.

Uno de los científicos que más se conoce la base es el doctor Miguel Ángel Gualoto, responsable de la investigación sobre el desarrollo de microorganismos autóctonos con capacidad de anular hidrocarburos, es decir, con capacidad de degradar petróleos y derivados en situaciones de derrame.

 

Gualoto es una de esas personas con una historia excepcional en un entorno excepcional; aquejado de un tumor cerebral, consiguió que la antigua URSS aceptara tratar su enfermedad tras la negativa de EEUU y Cuba. Durante solo el primer año le realizaron nueve intervenciones, que en total sumaron 16. Sin conocer a nadie ni hablar el idioma, obtuvo una beca del gobierno y nueve años después, se convirtió en el primer indígena ecuatoriano con doctorado. “Aprendí a no rendirme, por mínima que sea la esperanza”, confiesa entre probetas y tubos de ensayo.

Además de conteo de especies y desarrollo de microorganismos, existen otros ambiciosos proyectos como el encabezado por la arqueóloga española Beatriz Fajardo. Su campo de trabajo está centrado en demostrar que los primeros pobladores de América no llegaron únicamente por el Paso de Bering, al norte del continente americano, sino que también lo hicieron por la Antártida.

 

En su búsqueda de pruebas antrópicas (restos de actividad humana), Fajardo camina cerca de un grupo de elefantes marinos que apenas se inmutan con nuestra presencia. Mientras camina por una de las cimas reflexiona: “Los primeros vestigios arqueológicos de Bering no superan los 14.500 años, en cambio, en los del cono sur las dataciones superan los 15.000 años, por lo que la evidencia arqueológica no casa con la teoría predominante”.

 

“Yo defiendo que Bering – continúa mientras extrae con un martillo un pedazo de roca – no fue la primera ni la única migración, ya que existieron poblaciones en Australia desde hace 65.000 años, cuando este continente no estaba unido al continente asiático”, lo que para ella demostraría las “habilidades náuticas y conexiones marítimas de aquellas tribus primitivas”, sentencia.  

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