El mercado esclavista de Plaza Elíptica

El mercado esclavista de Plaza Elíptica

Ana Santillana

Madrid, España

Plaza Elíptica, uno de los enclaves de Madrid sur, funciona como mercado esclavista desde hace años, donde todas las mañanas contratistas de un día recogen en sus furgonetas a migrantes en situación irregular para trabajos ilegales de todo tipo.

Son las seis de la mañana en Madrid y la plaza de Fernandez Ladreda, aunque nadie la conozca por este nombre, todavía no se ha despertado. Rotonda infernal, enclave de contaminación y paso seguro para los conductores que van de un lado al otro de la capital, Plaza Elíptica es, además, una suerte de mercado esclavista vergonzosamente conocido desde hace años.

 

Aquí vienen migrantes en situación irregular esperando a patrones sin escrúpulos que los recojan en furgonetas y les paguen de media 20 euros el día ¿para qué? Soldar, pintar, alicatar… todo vale. Sin contrato, sin comida y sin viaje de vuelta. “Los trabajos hay un poco de todo, pero buscan a quien sabe”, cuenta Carlos, un oficial de primera peruano.

 

“Viene gente que lo necesita y dice “te pago tanto” y uno tiene que aceptar más o menos”, admite mientras observa todos los coches que vienen en dirección al Yakarta, el bar con letrero luminoso donde se reúnen todos los que, cómo el, quieren trabajar. “Hoy me va a recoger una furgoneta que me ha dicho que le espere, por eso vengo temprano”, declara con ojos somnolientos y cargado con una mochila.

Generalmente los trabajos que se negocian aquí son relativos a la obra, aunque a veces se contratan a personas engañadas para robo de material, mercadeo de drogas o transferencias de dinero de dudosa procedencia

Carlos envía todo lo que gana a su familia en Perú, exceptuando su alquiler y sus gastos básicos. Arrancándose a hablar, añade: “los contratistas hay españoles y latinos también, rumanos, búlgaros…”. De repente, se ve interrumpido por las luces azules de un coche de policía. “¿Hacen algo ellos?”, pregunto. “No, la policía no hace nada”, responde lacónico.

 

Gerardo, un obrero de Ecuador, nos avisa que los efectivos sí pasan más tarde. “A las nueve de la mañana esto se aclara y vas a ver… muchos van a emborracharse o fumar al parque de al lado, solo se van si viene la policía”, nos desvela. Horas después su profecía se cumple y vemos como un par de jóvenes abren dos latas de cerveza en un banco cercano.

 

Otro compañero, Willy, también nos cuenta cómo hace unos meses la policía detuvo a unos pistoleros… porque la furgoneta que tenían era robada. “Les dieron a todos”, enfatiza. “También a los que iban dentro a trabajar y se encontraron con eso”, aclara.

Del boom de las constructoras en 2008 hasta la pandemia en 2021

 

Aquejada de las viscitudes de su tiempo, este mercado ilegal ha visto pasar desde centenares de obreros durante el pelotazo inmobiliario en época de Aznar a decenas de hombres durante la pandemia. Muchos de ellos vivieron esos años y siguen sin poder regularizar sus papeles, viniendo a esta “oficina de trabajo”, como ellos mismos la llaman, a probar suerte.

 

“Trabajamos de 8 de la mañana a 6 o 7 de la tarde”, relata Oswaldo, de Venezuela. “Los carros llegan y entonces los pistolas nos miran y escogen. La mayoría piden oficiales que ya sepan”, enfatiza. “A veces nos dan 25 euros a repartir entre cinco personas, y ahí que dejan la plata. Acá uno tiene la moral baja (…) desea irse para su país porque allá no lo humillan, pero es lo que hay”, expresa con sonrisa triste.

 

A su lado se encuentra Yudith, una mujer peruana de unos 40 años que vende a los trabajadores papas rellenas y zumo de avena por un euro cada uno. “Hay días que sí se gana y hay días que no, a veces regreso con la comida porque no hay mucha gente”, susurra agazapada en el suelo. “Lo vendemos un poquito a escondidas”, especifica antes de vender una papa a un chico joven.

 

Yudith destaca porque es una de las pocas mujeres que también vienen aquí a sobrevivir gracias al dinero negro. “Sí, también vienen a veces mujeres… de Brasil o Venezuela”, apunta Freddy, de Ecuador, “las contratan normalmente para camareras”, detalla.

 

Sin embargo, esta mañana no se ve, aparte de Yudith, a ninguna otra. Conforme llegan las siete van llegando más hombres que esperan solos, por parejas o grupos. Desde la rotonda aparcan en doble fila un par de furgonetas y coches. Hoy parece que se hacen pocas negociaciones, la mayoría sube a los vehículos directamente y sin mediar palabra.

 

Más tarde vemos cómo alguno de estos pistoleros pregunta algo desde la ventanilla y varios hombres se amontonan a las puertas de la furgoneta, deseosos de poder ser los elegidos esta mañana. La desesperación es latente y parece que los que no tienen nada apalabrado para hoy van perdiendo la esperanza conforme van pasando los minutos.

Accidentes laborales e inspecciones de trabajo

 

La gran mayoría de estos obreros admite haber sufrido un accidente o haber visto a algún compañero sufrir alguno. “Una vez subiendo muebles a un cuarto sin ascensor se me partió la mano y se me puso como nunca en mi vida”, continúa Freddy. “Si iba al médico metían a otro por mí y justo tenía un problema y tenía que pagar así que trabaje así con la mano hinchada”, rememora señalando la mano derecha.

 

“De allí me fui porque era mucha explotación, la empresa era de montaje de muebles, pero parecíamos robots. Ganaba 45€ al día para cargar desde las siete de la mañana hasta las ocho, nueve o diez de la noche”, concreta. “No te daba tiempo ni pa comer (…) si queríamos ir al servicio teníamos que ir hasta una gasolinera o un bar”, subraya.

Los solicitantes de asilo no están autorizados para trabajar en el país de acogida pasados los seis meses desde la formalización de la demanda

Salif, de Mali, aunque casi no habla español, nos enseña una gran cicatriz en el dorso de la muñeca. Él se esconde en una calle adyacente, un poco más lejos de donde aparcan las furgonetas. Parece que hoy sí que le van a venir a buscar. La empresa, según nos dice, también es de “desmontaje de muebles”.

 

Gerardo, uno de los más veteranos con 57 años, continúa conversando minutos más tarde. Tras 18 años trabajando en España, vino con papeles en 2003, y fue testigo de las multitudinarias contrataciones a dedo en 2008. También ha vivido varias inspecciones de trabajo en algunas empresas, la última en una que realizaba remodelaciones de un conocido supermercado español.

 

“Te preguntan cuántas horas trabajas y yo digo ocho porque si dices otra cosa viene el jefe y ya no te llama más. En realidad, trabajábamos de ocho a diez de la noche, 14 horas sin ningún beneficio, solo tu sueldo”, calcula. “Ganaba entre 1600 y 1800 euros pero te obligaban también a trabajar sábados, domingos y festivos, hacías más de 400 horas al mes y ganabas más dinero echando horas que con tu sueldo base”, sostiene.

 

“Para empezar está bien, pero la putada es que no tienes beneficio: no tienes paga, ni finiquito, ni vacaciones. Tu dale dale como el burro y si faltas un día te descuentan el doble”, admite. “Si tienes bajas médica te dan lo justo (…) y después, el sueldo base te lo ingresan, pero las horas extras te lo dan en mano”, confiesa.

 

De Plaza Elíptica al CIE de Aluche

 

A cinco kilómetros, nueve minutos en coche desde Plaza Elíptica, se encuentra el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche. Desde la muerte de la migrante congoleña Samba Martine en 2011 – asumida por el estado español -, pasando por las mediáticas revueltas – las últimas este mes de marzo -, hasta sus numerosas quejas – llevadas incluso al Defensor del Pueblo – por tratos degradantes y falta de higiene entre otros, el CIE de Aluche es uno de los más controvertidos del país.

Es común ver detenciones, pero no a los contratistas, sino a las personas indocumentadas, que son trasladadas a un Centro de Internamiento de Extranjeros cercano

El recorrido desde la plaza Fernández Ladreda hasta el CIE es tristemente conocido para los migrantes sin papeles que buscan trabajo en el primer lugar. “Se llevan a los indocumentados y a los patrones no les piden nada. Les meten de 24 a 78 horas en el CIE de Aluche, hay mucha gente allá. Si tienes antecedentes penales te quedas o te deportan a otro país”, aclara Gerardo.

 

“Un amigo tuvo suerte que lo soltaron, porque tenía antecedentes leves. Estuvo 72 horas detenido vino un abogado de oficio y lo sacó y ya por fin tiene documentos (…) por el tema del arraigo laboral la gente le echó la mano y se quedó”, comenta.

 

“Vayas donde vayas, siempre hay sin contrato”

 

Christian, oficial de pladur, viene a Plaza Elíptica porque es el sitio donde ha acordado con su empresa que le recojan. Conoce bien la realidad de las obras y de este mercado persa, lleva trabajando desde septiembre del 2000. “Las obras, vayas donde vayas, siempre hay sin contrato”, aduce. “Los precios normales son 50 para ayudante y 70 para oficial de primera”, aclara, “pero he visto a personas empujar a otras de un coche por 20 euros”, cuenta.

 

¿Y los equipos de protección individual? “Los EPIS a mí me los facilitan, pero sé de muchos otros que se los llevan ellos mismos, sean como sean”, prosigue mientras fuma un cigarro. “Hoy está tranquilo, hay otros días que esto está hasta arriba de gente”, hace hincapié mientras suelta el humo por la boca.

 

Los cafés se van amontonando en el bar Yakarta. Los que quedan se distinguen del bullicio creciente porque están parados, viendo pasar veloces a los que comienzan su jornada. Los que se van agarran sus mochilas para trabajar en chalets y pisos particulares de la Moraleja, Algete o la misma calle Alcalá.

 

Este mercado es otro de los fenómenos acuciados por la pandemia que empeoran sus condiciones para los menos privilegiados, donde el hambre se junta con las ganas de comer. Ya son más de las nueve y muchos deciden finalmente pasar la mañana en el parque de al lado. Hoy no ha habido suerte, mañana será otro día.

Vídeo de cabecera y fotografías de Ignacio Moreira y Raul Capin.

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