Bucarest, plomo y azul

Bucarest, plomo y azul

Carlos Basté

Isla Greenwich, Antártida

Hechizado por la poesía recóndita de Bucarest, Carlos Basté describe la evolución de la capital de Rumanía gracias a la asociación Salvați Bucureștiul (Salvad Bucarest) y su precursor y ahora alcalde, Nicușor Dan.

Bucarest es una ciudad para ser leída. Llegar allí sin haber recorrido antes sus líneas, sin haber saboreado las palabras que sobre ella han escrito Mihail Sebastian, Camil Petrescu, Norman Manea o, más recientemente, Mircea Cartarescu, pero también Robert D. Kaplan o incluso Agustín de Foxá, es visitarla con los ojos vendados.

 

Para el visitante despistado, Bucarest es como un buen vino abierto para un paladar grosero. Obliga a detenerse mientras se degusta, a pensar bien lo que uno está haciendo, llenándose la boca y el cerebro de aromas y matices sin prejuicios ni tragos largos, sólo para saciar la sed. 

 

En 1998, yo fui un turista de lo más desconsiderado e hice lo imposible para escapar de la ciudad, sin darle una oportunidad, en busca de la popular Transilvania. Hoy lamento mi decisión, pues la Bucarest de los 90 casi no existe y estaba tan llena de motivos… Afortunadamente, 10 años después conseguí trasladarme a trabajar allí y empezar una exploración que todavía continúa. 

 

Sentado en mi sofá del Ensanche exploro el Parque Carol en busca de restos de la Exposición Nacional Rumana de 1906, espero trenes que ya nunca llegarán en la Gara Filaret, me siento en un banco de Cismigiu y escucho una banda militar tocar algunos valses que los niños bailan, admiro edificios neorrumanos de Ion Mincu y joyas vanguardistas de Horia Creanga o Marcel Iancu, cazo florones en los tejados o compro fruta en el mercado ambulante de la Academia Militar. 

 

Después cierro los ojos y me golpea el calor que acompaña el azul infinito del cielo bucarestino de verano o escucho graznar a los cuervos que surcan el mismo cielo, ahora plomizo, de otoño. Me tatué Bucarest en el ventrículo izquierdo, la vieja ciudad anclada en la lejana llanura de Valaquia, gracias a tantos paseos detenidos, con los ojos bien abiertos y una formidable capacidad de asombro. 

 

Entonces vi muchas cosas bellas, también los mamotretos comunistas, las extensas avenidas, las marañas de cables telefónicos, la suciedad, la luz mortecina del alumbrado nocturno, el infernal tráfico y una decadencia que, no nos engañemos, le aportan también su dosis de encanto. 

En una de aquellas rutas, la que diariamente me llevaba de mi casa hasta la oficina, fijé la vista en uno de aquellos edificios que, a finales del siglo XIX, contribuyeron a bautizar Bucarest con el sobrenombre de Pequeño París. Se trataba de un ejemplo de arquitectura doméstica, propio de las familias acomodadas del próspero Bucarest del rey Carol I, diseñado por el arquitecto Toma Dobrescu, bajo un estilo neoclásico bastante ecléctico. 

 

Por su valor arquitectónico y su originalidad, el inmueble había sido catalogado como monumento histórico en Conjunto Monumental de la Calle Ştirbei Vodă y la Unión de Arquitectos de Rumanía defendía su inclusión en la lista de patrimonio protegido de la ciudad, sin embargo, aquello no fue suficiente para evitar convertirlo en una montaña de ruinas. 

 

Imponiendo un Plan Urbanístico Zonal que, además de provisional no tenía el visto bueno del Ministerio de Cultura, el oscuro alcalde de entonces, Sorin Oprescu, que acabaría con sus huesos en la cárcel por corrupción, ordenó a la empresa destructora, Euroconstruct, comenzar la demolición con alevosía y nocturnidad. 

 

A las 00.30 h de un sábado, las excavadoras comenzaron a demoler el edificio con tal escándalo, que los vecinos alertaron a la policía. Tras comprobar que la empresa no tenía los papeles en regla, las obras se detuvieron, pero menos de una hora después, la guerrilla policial de Oprescu, apelando a órdenes del propio alcalde, ordenó que la destrucción se llevase hasta el final. Cuando el lunes siguiente repetí mi paseo laboral, sólo pude contemplar, sorprendido y desolado, el resultado de aquella infamia.

 

Fue por aquellas fechas cuando descubrí al joven activista social y matemático, Nicușor Dan, fundador de la asociación Salvați Bucureștiul (Salvad Bucarest), que hablaba alto y claro sobre el ataque mafioso al patrimonio de la ciudad. 

Desde 2012, Nicușor Dan luchó por ganar las elecciones a la alcaldía de Bucarest, consiguiéndolo en 2020 con el 42,8% de los votos

Dan lanzó un reto a los bucarestinos: frente a “una ciudad que les encantaba odiar”, proponía construir una ciudad “en la que les gustase vivir”. Yo disfrutaba Bucarest a manos llenas y me sentía indignado por aquel atropello – y otros tantos -, por lo que comencé a seguirlo en las redes sociales, su medio natural. 

 

Dan defendía una ciudad sostenida por una economía basada las nuevas tecnologías, con un gobierno honesto y transparente, con un transporte público eficaz y carriles bici, con un patrimonio protegido y recuperado para la ciudadanía, con un programa de protección de los edificios contra los terremotos – la gran amenaza que pende sobre Bucarest -.

 

Él y su equipo también se centraron en gestionar un sistema de calefacción distribuida que, en los rigurosos inviernos de Bucarest, llevase calor de forma eficiente y barata hasta al último piso de la ciudad, una urbe con espacios verdes, sin construcciones ilegales, limpia y sin la cantidad ingente de perros vagabundos (¡más de 30.000!) que amenazaban a la ciudadanía.

Cuando en 2012 se presentó como candidato independiente a las elecciones de Bucarest, me sentí tremendamente feliz. Como extranjero en Rumanía, ¡podía votar en las elecciones municipales y nunca antes había tenido un candidato con quien compartiese tanto! 

 

A pesar de la ilusión, compartida con un 8,5 % de los bucarestinos, Dan no ganó aquellas elecciones y sus oponentes políticos, sintiéndose amenazados, emplearon las más originales artimañas postelectorales para que quedase fuera del consistorio. Pero Nicușor Dan no desfalleció, formó la plataforma política Uniunea Salvați Bucureștiul (USB) y siguió presentándose elección tras elección hasta que, el año pasado, con el 42,8%, se proclamó alcalde general de Bucarest.

 

Tras su victoria, Dan ha conseguido que Bucarest albergue el Centro Europeo de Competencia Industrial, Tecnológica y de Investigación en Ciberseguridad y que el diario Financial Times la incluya en el top de Ciudades Inteligentes del Futuro, ha puesto en marcha un programa decidido de análisis del riesgo sísmico de centenares de edificios de la ciudad y ha lanzado su Programa Municipal de Restauración de edificios históricos de Bucarest.

Además, ha puesto luz y taquígrafos en la administración municipal – lo que ha puesto muy nerviosos a algunos -, ha comenzado el diseño del sistema de recogida selectiva de residuos, ha mostrado un apoyo inusual al sector cultural de la ciudad, especialmente al teatro y, sobre todo, ha iniciado su proyecto estrella: la rehabilitación del viejo sistema de calefacción comunitario, construido en tiempos del comunismo, mucho más eficiente energéticamente que la suma de calderas individuales. 

 

Algunos de estos proyectos están dando sus primeros pasos. Unos llegarán a buen puerto y otros quedarán cortos o, simplemente, fracasarán, sin embargo, Bucarest está cambiando, parece que ahora empieza a creer en sí misma y, sobre todo, a recuperar la credibilidad, el respeto y el cariño de muchos ciudadanos.

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